Si hay un mercado que se le ha venido resistiendo a la Fórmula 1 desde prácticamente sus orígenes, ése ha sido el estadounidense. A pesar de la enorme afición del público norteamericano por el mundo del Motor, lo cierto es que su relación con el Gran Circo ha pasado por numerosos avatares y adversidades.

Con un mercado bastante saturado de categorías propias y ciertamente atractivas como la IndyCar, la NASCAR y un conglomerado de subcategorías, todas ellas muy espectaculares, lo cierto es que la Fórmula 1 siempre ha mantenido una relación extraña de amor-odio con los Estados Unidos.
Tal vez por la idiosincrasia de su público, más acostumbrado a unas competiciones en otro tipo de circuitos, mucho más igualadas, con carreras en las que la estrategia es menos importante que la velocidad por la velocidad, lo cierto es que el Gran Circo no terminó nunca de casar con el concepto de espectacularidad, tanto en las carreras como, sobre todo, fuera de ellas ni acabó por enganchar definitivamente a los espectadores.
Precisamente el tema de los circuitos estadounidenses, francamente distintos y pensados para unas condiciones regulatorias y un tipo de vehículos que en poco o nada se parecen a los monoplazas del Gran Circo, fue siempre un hándicap durante la extraña relación que, a pesar de todo, han venido manteniendo la Fórmula 1 y sus promotores estadounidenses.
Sin embargo, y aunque no lo parezca, Estados Unidos llegó a albergar dos carreras entre 1976 y 1982, en sus dos costas (Este y Oeste) e incluso llegó a haber un año, 1982, en el que con la entrada en el calendario del GP de Detroit se disputaron hasta tres carreras en suelo estadounidense.
Watkins Glen, el circuito más estable
La historia del GP de EE.UU. comenzó de forma “oficial” en 1958 en el circuito californiano de Riverside, donde el piloto norteamericano Chuck Daigh tuvo el honor de inaugurar el palmarés de sus vencedores.
Tras un par de años en Sebring, el Circuito Internacional de Watkins Glen, situado en Nueva York, fue el trazado elegido en 1961 para albergar el GP de EE.UU. Desde ese momento y, hasta su desaparición definitiva del calendario, ha sido su sede más estable.
En esta época, la carrera estadounidense vivió sus mejores y más felices años de su historia, especialmente durante los años 60.
Una década de éxitos que comenzó con la victoria de Bruce McLaren en 1961 y que vio coronarse hasta en tres ocasiones a figuras de la talla de Jim Clark y Graham Hill (éste último consecutivamente entre 1963 y 1965) o a Jackie Stewart, que lo hizo en dos ocasiones, aunque la última fue en 1971.
Sin embargo, esta época de felicidad y éxito dio paso a otra de declive que, de hecho, acabó con su desaparición definitiva del calendario tras su edición de 1980.
La clave estuvo en la gran modificación de su trazado que se abordó en 1970. Se rediseñó su parte interior, se cambió la recta de salida, se añadieron tres curvas más, se reformaron los boxes y se cambió el pitlane. Pero lo más importante es que se alargó sensiblemente su longitud, pasando de algo más de 3,8 kilómetros a casi 5,5.
Una reforma profunda que cambió por completo su definción como circuito, que de ser un trazado coqueto, rápido y divertido le hizo igual de rápido pero infinitamente más exigente y peligroso.
Una peligrosidad que no tardó en cobrarse su primera víctima mortal en 1973, cuando el francés François Cevert se dejó la vida en uno de los más terribles y dramáticos accidentes que recuerdan en la historia de la Fórmula 1, cuando el violento impacto de su Tyrrell contra las barreras de protección cortó literalmente en dos al galo, falleciendo en el acto.

Por si eso no hubiese sido bastante, apenas un año después, Watkins Glen se tiñó de luto con el accidente del austríaco Helmut Konigg. El joven piloto de Surtees falleció decapitado tras impactar contra las barreras de protección del trazado.
A pesar del memorable duelo entre James Hunt y Niki Lauda, vivido en 1976, que nos dejó una espectacular victoria del británico, lo cierto es que el prestigio del circuito neoyorquino fue cayendo en picado, sobre todo, debido a las quejas de los pilotos. A eso habría que unirle los incidentes del público que en una parte del circuito llamada “Bog”, llegaron a quemar coches y hasta algún autobús.
El circuito a duras penas cumplía con las normativas de seguridad de la época, entre otras cosas, debido a lo enormemente bacheado de su trazado, lo que elevó su ya conocida peligrosidad hasta el punto que la FISA (el organismo que regulaba la Fórmula 1 en la época) conminó en 1978 a los propietarios del circuito a realizar obras de reforma urgentes.
Unas reformas que, si bien se llevaron a cabo, supusieron la bancarrota de los organizadores que, ante la imposibilidad de devolver los préstamos recibidos entre otros de la FOCA (la Asociación de Constructores de Fórmula 1) , motivó que a pesar de haber sido anunciada su presencia en el calendario para 1981, se acabó cayendo del cartel y su cambio de ubicación hacia Las Vegas.
Las Vegas, una pésima idea
En 1981 la Fórmula 1 se trasladó, en concreto a un circuito tan peligroso como sorprendente, ubicado en el parking del mítico Hotel Caesar’s Palace de Las Vegas.
Un trazado que, según la opinión de diversos pilotos y expertos, ha sido considerado como el peor circuito de la historia de la Fórmula 1.

Disputada bajo un calor abrasador, el circuito alternaba zonas manchadas de arena con tramos lisos como el cristal, los pilotos se quejaron de su dureza extrema.
Esto, unido a su disparatado coste, hizo que la carrera sólo durase dos años y en 1982, tras las pérdidas sufridas por la organización, acabó por desaparecer definitivamente, dejándonos a Alan Jones, en 1981 y a Michele Alboreto en 1982 como sus únicos vencedores.
Long Beach, el otro GP de EE.UU.
Entre 1976 y 1983 la Fórmula 1 también estuvo presente en la Costa Oeste de los EE.UU. en el mítico circuito urbano de Long Beach, en Los Angeles.
Una carrera que, de hecho, coexistió durante cuatro años con el GP de EE.UU. bajo la denominación de GP de EE.UU Oeste y que, tras la desaparición de Las Vegas en 1982, se convirtió en la sede exclusiva de la carrera norteamericana en 1983.
El motivo de su creación en 1976 fue la respuesta de sus promotores como alternativa a Watkins Glen, tras las tragedias de 1973 y 1974 y su cada vez mayor peligrosidad. Pero también, por la intención de sus promotores de vender el sol californiano como reclamo para el turismo de lujo, con el fin de convertirse en el Mónaco estadounidense.
Sin embargo, y a pesar de lo espectacular de su trazado, que nos dejó algunas victorias memorables como la de Mario Andretti en 1977 o la de Gilles Villeneueve en 1979, lo cierto es que Long Beach tampoco estuvo exento de sus dosis de tragedia, como la vivida en 1980.
Ese año, el Ensign del suizo Clay Regazzoni sufrió un gravísimo accidente que a punto estuvo de costarle la vida.

Los frenos de su monoplaza fallaron al final de la recta de Shoreline Drive, cuando su circulaba a más de 290 kms/h. Entonces, el suizo impactó violentamente contra el Brabham de Ricardo Zunino y acabó empotrándose frontalmente contra las barreras de neumáticos.
Regazzoni salvó milagrosamente su vida pero sufrió la fractura de su columna vertebral y quedó parapléjico, paralizado de la cintura hacia abajo, truncando de raíz su carrera como piloto.
En 1981 se abordó una importante modificación en el trazado, que se repitió en 1983 pero no fue suficiente. Entre el coste de las reformas y el de la propia organización, que en 1983 se disparó hasta límites inesperados.
Por tanto, la organización decidió que aquélla sería la última edición como sede de un GP de Fórmula 1 para centrarse desde 1984 en la Fórmula IndyCar, más barata y rentable, con el Gran Circo desapareció definitivamente del calendario.
Detroit, la alternativa fallida
En los años 80, coincidiendo con una de las épocas de mayor esplendor de Detroit como cuna del automovilismo norteamericana, la capital del Estado de Michigan se sumó a la fiesta de la Fórmula 1.
En 1982 la ciudad estadounidense presentó una tercera sede, en forma de circuito urbano en torno al Renaissance Center, el rascacielos más simbólico de la ciudad y sede la entonces floreciente General Motors.
Sin embargo, pronto se vio que esa carrera iba a hacer aguas. Ese mismo año, problemas de organización obligaron a suspender los entrenamientos libres, previstos para el jueves y a aplazar la sesión del viernes.

Por otra parte, el circuito de Detroit no tardó en ganarse las antipatías de los pilotos. Su estrecho trazado, exageradamente exigente desde el punto de vista mecánico y muy bacheado, se disputaba habitualmente en condiciones de alta humedad, lo que provocó un alto número de accidentes y abandonos en sus siete años de vida.
Finalmente y tras varios cambios de fecha, destinados precisamente a tratar de encontrar un acomodo climático que hiciese más llevadera su disputa, en 1988 la FISA determinó que la zona de boxes y el pitlane no se acomodaban a los estándares de seguridad.
Esta cuestión, unida a las quejas cada vez mayores de los pilotos, acabaron por finiquitar ese año la carrera del calendario y su sustitución por Phoenix como sede del GP de EE.UU. a partir del año siguiente.
Eso sí, su asfalto nos dejó actuaciones memorables como las de Ayrton Senna (triple vencedor de forma consecutiva entre 1986 y 1988), Keke Rosberg o Nelson Piquet, ente otros.
Phoenix, una nueva oportunidad
Tras los enormes problemas vividos en Detroit, la Fórmula 1 trató de buscar un mejor acomodo para el GP de EE.UU. de 1989 y encontró en Phoenix (Arizona) su ubicación perfecta.
De nuevo se apostó por la fórmula de un circuito urbano por las calles de Phoenix. Un circuito con un diseño revolucionario, en forma de cuadrícula y con curvas de 90 grados pero pronto se encontró con dos serios problemas.
El primero y más importante, las altísimas temperaturas, coincidentes con las fechas elegidas para la disputa de la carrera.

Dado que sólo cabía la posibilidad de ubicarlo temporalmente en junio, fecha de las anteriores carreras en EE.UU., su proximidad al Desierto de Sonora provocó que durante su primera edición se registrasen temperaturas superiores a los 40 grados, una auténtica bestialidad para espectadores y, sobre todo, pilotos.
El segundo hándicap que se encontró la organización fue el escaso interés que la carrera despertó en los aficionados locales, que se notó en la venta de entradas y provocó que las gradas supletorias instaladas en las calles estuvieran casi vacías durante todo el fin de semana en su primera edición.
Ambas circunstancias se repitieron en sus dos ediciones posteriores, lo que motivó que con apenas tres ediciones disputadas, y tras una catarata de pérdidas para sus organizadores, la Fórmula 1 tuviese que abandonar Phoenix, con más pena que gloria y el dominio absoluto de McLaren, vencedor en sus tres ediciones.
De nuevo Ayrton Senna volvió a ser el gran protagonista, con dos triunfos consecutivos, en 1990 y 1991, aunque la mejor carrera fue la inaugural, en la que Alain Prost logró su primera y única victoria en territorio estadounidense.
Este último fiasco organizativo fue el rejón de muerte para la Fórmula 1 en EE.UU., que provocó que ningún promotor apostase por el Gran Circo en suelo norteamericano, desapareciendo definitivamente del calendario para no volver hasta el año 2000, ocho años más tarde.
Indianápolis: Un nuevo comienzo
La Fórmula 1, ya en manos de Bernie Ecclestone en exclusiva, buscó un nuevo comienzo en los Estados Unidos. Con la intención de hacer del GP de EE.UU. un show, en la línea de las carreras locales y, sobre todo, un negocio rentable, por lo quese optó por un circuito mítico como el Indianapolis Motor Speedway como escenario.

Para adecuarlo a la normativa, se recortó el tradicional trazado usado en las 500 Millas y se disputó la carrera por un circuito que usaba parte del simbólico óvalo, en un circuito de algo más de cuatro kilómetros y en el sentido de las agujas del reloj.
Además, para evitar su solapamiento con las 500 Millas y el Brickyard 400 de la NASCAR, que se disputan en junio, se decidió trasladar su ubicación en el calendario para el mes de septiembre y la fórmula no pudo ser más exitosa.
Su primera edición, disputada el 24 de septiembre de 2000, sólo el día de la carrera, se registró una afluencia de más de 225.000 espectadores al circuito, un hito nunca alcanzado antes en la historia de la Fórmula 1.
Este circuito fue campo abonado casi en exclusiva para Michael Schumacher, auténtico dominador sobre el trazado estadounidense. De hecho, el Kaiser se impuso en seis de las ocho ediciones y, en una de ellas, la de 2002, dejó ganar a su entonces compañero y escudero fiel, Rubens Barrichello.
Con el fin de racionalizar el calendario de la Fórmula 1 en cuanto a tema de traslados, en 2004 se decidió adelantar su disputa a finales del mes de junio, para hacerlo coincidir con el GP de Canadá y ahí comenzó poco a poco su declive.
Al hecho del comentado dominio abrumador de Ferrari y Schumacher, que provocó un aburrimiento creciente entre el público, la gente comenzó además a estar saturada de carreras en esa época del año, apenas tres semanas después de las 500 Millas de Indianápolis, por lo que, poco a poco, empezó a darle la espalda al GP de EE.UU.
Sin embargo, el verdadero golpe de gracia a la carrera en Indianápolis se produjo en la edición de 2005, una de las más bochornosas y esperpénticas de la historia de la Fórmula 1.
Aquel año, en el que aún había dos proveedores de neumáticos para los distintos equipos (Michelin y Bridgestone), el diseño de los compuestos, especialmente los de Michelin provocó numerosos reventones debido al impacto del neumático con el óvalo.
Este problema, ciertamente serio, llevó a todos los equipos equipados con los compuestos del fabricante francés (Renault, McLaren, Red Bull, Toyota, BAR-Honda, Sauber y Williams) a pedir formalmente la suspensión del Gran Premio por motivos de seguridad.

Sin embargo, la dirección de carrera denegó la petición lo que provocó el plante de dichos equipos y su negativa a disputar la prueba. Un plante que no fue secundado por el resto de equipos que montaban neumáticos Bridgestone, lo que convirtió aquella carrera en una verdadera farsa.
Con una parrilla de salida integrada por tan solo seis coches, Ferrari, Jordan y Minardi, la prueba resultó un perfecto fiasco y una estafa, lo que llevó a muchos comentaristas a cuestionarse si volvería a haber GP de EE.UU. en Indianápolis en un futuro.
A pesar de lo ocurrido aquel año, lo cierto es que, aparentemente, las cosas se normalizaron. Sin embargo, las dificultades tanto técnicas como organizativas para acomodar un trazado como el de Indianápolis a las cada vez más exigentes necesidades de seguridad, llevaron en 2007 a las autoridades del circuito norteamericano a anunciar que aquélla sería la última edición del GP de EE.UU. en dicho trazado.
Austin, una vuelta por todo lo alto
Tras conocerse en 2008 la decisión de Bernie Ecclestone de que la Fórmula 1 no volvería a suelo norteamericano, hubo que esperar varios años hasta que alguien volviese a apostar por el Gran Circo en Estados Unidos.
En concreto, y tras varios intentos fallidos para intentar ubicar la Fórmula 1 en territorio norteamericano, como fueron los intentos de Nueva Jersey y Nueva York, Ecclestone anunció en 2010 a bombo y platillo la firma de un acuerdo con las autoridades de Austin (Texas) para la construcción de un circuito permanente que albergaría desde 2012 una carrera en Estados Unidos.

Dicho circuito, que se dio en llamar el Circuito de Las Américas, fue diseñado por Hermann Tilke y presentado por el promotor Tavo Helmund como “el más competitivo y espectacular circuito diseñado jamás”.
Su ubicación geográfica no pudo ser un mayor acierto. Muy próximo a la frontera con México, un país con una pasión similar por el Motor y con dos pilotos en la parrilla en aquel año, como Sergio Pérez y Esteban Gutiérrez, la primera edición fue todo un éxito, en gran parte por la presencia en las gradas de incontables fans de aquel país.
Desde entonces, el GP de EE.UU. se ha convertido en una cita ineludible y, aunque la llegada al calendario de una carrera en México, que se disputa justo a continuación de la de Austin redujo la afluencia del público azteca, el éxito ha sido una constante desde entonces, incluso a pesar de la llegada de los temidos recortes.
A pesar de todo, no ha estado exento de problemas. En 2015, el Gobierno del Estado de Texas anunció la retirada de los casi seis millones de dólares que aportaba para la organización de la carrera, lo que puso seriamente en entredicho su disputa en el futuro.

Sin embargo, el éxito de aquella edición, en la que la victoria de Lewis Hamilton le daba matemáticamente el título, que se saldó con una afluencia de 224.000 espectadores que certificaron la continuidad del GP de EE.UU a pesar de los recortes.
Un número muy importante de fans que se dieron cita en el Circuito de las Américas, a pesar de los efectos del huracán Patricia, que obligaron a suspender los entrenamientos de calificación del sábado y que demostraron que, pese a todo, la Fórmula 1 goza de una salud excelente en esa zona del mundo.
De hecho, el éxito sigue acompañando a la carrera norteamericana. Así pues, la edición del pasado año fue la que ha arrojado los mejores datos de asistencia, con casi 270.000 espectadores, que contemplaron in situ el gran duelo entre Lewis Hamilton y Nico Rosberg por el título y que, además, contaron con el “gancho” del concierto de Taylor Switft.
Por último, decir que desde el punto de vista deportivo, el GP de EE.UU. tiene un dominador absoluto en la figura de Lewis Hamilton.
El británico ha ganado en cuatro de las cinco ediciones que se llevan disputadas y sólo Sebastian Vettel, vencedor en 2013, ha podido subirse a lo alto del cajón en vez del tricampeón inglés.
Hamilton es el máximo favorito para repetir triunfo en la edición de este año e incluso, como le sucedió en 2015, podría proclamarse campeón de forma matemática si gana y Vettel acaba por debajo de la quinta posición.